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jueves, 13 de octubre de 2011

Sufrir, morir y vivir en Igueriben. 2ª parte


Igueriben

Sufrir, morir y vivir en Igueriben. 2ª parte.

Cuando la fatiga sea tal que los sentidos se nieguen a cumplir con su cometido porque ni bebes, ni comes, ni duermes.
Cuando pensar se vuelva, no solamente cada vez más penoso, sino más y más innecesario.
Cuando, tras horas de permanencia en el parapeto, sientas el oído abotargado, la boca seca y el hombro dolorido por el continuo retroceso del máuser.
Cuando, a pesar de estar expuesto a la más grave de las amenazas, seas capaz de dormirte de pie.
Cuando bajo un sol abrasador, a más de 40 grados y sin sombra para cobijarte, vagues sonámbulo por el campamento, sin otro líquido que llevarte a la boca que los orines de quién sabe quién.
Cuando tengas la certeza de que, muy cerca de ti, hay cientos y cientos de miembros de tu propia especie que intentan por todos los medios acabar con tu vida.
Cuando una de las balas que zumban sobre tu cabeza penetre en tu cuerpo, y agonices en una tienda de campaña sin recibir atención médica.
Cuando hayas perdido la fe en aquellos superiores que días atrás te llevaron hasta esa colina y veas que, uno tras otro, todos los intentos de ayudarte fracasan.
Cuando ya no quede más esperanza que recordar a tus seres queridos o encomendarte a Dios para que te saque de aquel infierno.
Cuando corras el peligro de desear la muerte porque sea la única forma de conseguir que tu derrotado cuerpo consiga, al fin, el anhelado descanso.
Cuando tras días de resistencia a ultranza, tengas que abandonar aquella posición con la única esperanza de tener la fortuna de que ninguna bala te alcance mientras corres entre barrancos y desfiladeros.
Solo cuando seamos capaces de entender todos estos condicionantes podremos comprender lo que sufrieron aquellos soldados durante las casi 120 horas de resistencia a todo trance en Igueriben.


Igueriben, dibujo de Luis Casado Escudero

Sufrir
Desde hace mucho tiempo sé que las sombras que envuelven los acontecimientos que conocemos como el Desastre de Annual, también se extienden sobre Igueriben. Multitud de incógnitas y dudas se ciernen sobre aquellos cuatro días de julio antes de la caída de la posición, que, como ocurrió en la primera parte, no he sido capaz de resolver con la claridad que hubiera deseado. Entre las cuestiones que más quebraderos de cabeza me han ocasionado, y sobre la que ha girado gran parte de mi investigación, está el llegar a saber con exactitud cuántos hombres formaban parte de la guarnición de Igueriben y, por consiguiente, si es exacta la relación de defensores que aporta Casado Escudero en su libro. En segundo lugar, ¿cuántos hombres murieron tras ordenar Benítez el sálvese quien pueda, y por tanto, cuántos pudieron escapar de aquel infierno? Indudablemente, esta cuestión no ha sido objeto de un estudio suficientemente riguroso, ya que la mayoría de los historiadores e investigadores ha dado por buenas las cifras publicadas sin ponerlas bajo sospecha. Este asunto no me ocasiona ya ningún género de dudas: puedo aseguraros que el número de supervivientes fue mayor del que hasta ahora hemos conocido, y personalmente, creo que mi investigación aún quedará corta, pudiendo ser, el número real de supervivientes, todavía superior al que yo aporto.
El sábado 16 de julio el teniente Justo Sierra escribió a su mujer, Remedios Salas, una carta, a buen seguro de las últimas que salieron de Igueriben y pudieron llegar a su destino. Sorprendentemente, en ella el oficial no hace la más mínima mención a su situación en el frente, ni una sola palabra que denote intranquilidad o preocupación por su futuro inmediato; tanto es así, que Justo calcula que en pocos meses cobrará otro quinquenio y verá incrementado su escaso sueldo de setenta duros mensuales. Sin embargo, queda constancia gracias al testimonio del coronel Argüelles, que en los días previos la posición fue duramente castigada, lo que motivó que desde Annual las baterías del mixto tuvieran que bombardear en repetidas ocasiones concentraciones enemigas. Las únicas palabras de las que Justo dice a su esposa, que sugieren cierta relación con el conflicto, son las que se refieren a las ganas que tiene de abandonar este maldito Melilla y estar al lado tuyo para siempre. Cinco días después Justo Sierra fallecía cuando, al frente de su sección, abandonó el campamento


Carta teniente Justo Sierra 16-07-1921
Cómo no iba tener ganas Justo de volver a su casa junto a su familia. En aquella guerra los oficiales debían pasar prolongadas estancias en el frente, mientras que los jefes se turnaban por quincenas y eran retribuidos con los abonos por campañas, y, aunque es cierto que formaba parte de su trabajo y que, comprendo, cumplían con su deber, no por ello podemos pensar que sería llevadero y fácilmente digerible para los oficiales. Cito como ejemplo al capitán De la Paz Orduña, quien, a lo largo de los años que permaneció en el antiguo protectorado, estuvo destacado en perdidas posiciones durante largos periodos de tiempo, el de mayor duración de 134 días sin pisar Melilla. Cuando nació su hija Marisa en diciembre de 1920, Federico se hallaba en el frente sin que recibiera permiso alguno para conocerla, lo que, de hecho, no ocurrió hasta que la niña tuvo algo más de tres meses. Mucho peor era el caso de los soldados y sargentos, reclutados de manera obligatoria, forzados a afrontar un durísimo servicio militar de tres años, y debiendo permanecer en Marruecos meses y meses sin poder visitar a sus familias. Hoy en día nos resultaría imposible entender que nuestros hijos endeudaran sus vidas, aún más, las sacrificaran por la patria para la que, la mayor parte de las veces, fuera un sacrificio que pasara inadvertido.

El Rif abrió sus fauces y de un golpe
diez mil hombres perdieron la existencia.
El alma de las madres se destroza
pero aguardando al hijo no flaquea…
Tal vez de los diez mil se salve uno,
y ese ha de ser el que su amor espera.
Diez mil hombres se fueron
diez mil hogares claman por su vuelta

M.R. Blanco Belmonte


La madre que espera, dibujo de Santiago Regidor (1866-1942)
El día 15, según reza en la investigación de Picasso, ya no se pudo realizar la aguada en Igueriben. Sin embargo, lo que la postrera carta del teniente deja claro es que al día siguiente sí se pudo establecer contacto con Annual puesto que  ésta llegó, finalmente, a su destino en Málaga. Este hecho es realmente significativo ya que indica que los rifeños interceptaron el camino de la aguada, pero, curiosamente, no el que comunicaba con Annual, que sería el que recorrería la carta de Sierra. Ambos caminos estaban cruzados por barrancos en cuyas desigualdades se hacía fuerte el enemigo utilizando para resguardarse, tanto los  accidentes del terreno como las defensas que ellos habían construido. Y este mismo camino sería el que, días después, tendrían que vencer padeciendo horas y horas de sufrimiento, aquellos que consiguieron llegar hasta Annual.
Igueriben desde Tizzi Assa

En condiciones normales, una persona necesita alrededor de tres litros de líquidos diarios para mantener el equilibrio de su cuerpo. La mitad de esta cantidad se ingiere a través de lo que bebemos, y el resto proviene de la aportación de agua que contienen los alimentos. Durante el cerco de Igueriben, al estar expuestos a un esfuerzo físico tan importante, los defensores aumentaban su necesidad de ingestión, a lo que habría que añadir que, debido al calor reinante, podrían llegar a perder 2 litros de agua cada hora. Tras los dos primeros días sin poder saciar su sed, aparecerían los primeros síntomas de la temida deshidratación. Desde el día 16, se tuvieron que contentar con beber pequeñas cantidades de líquidos que contenían las conservas, algo de café, y tan solo una pequeña ración de agua fruto del convoy que llegó el día 17, y a la que probablemente no todos tuvieran acceso. Por lo tanto, la deshidratación que sufrieron fue severa, y todos padecieron las diferentes fases que comporta soportarla; mareos y náuseas, fatiga, aumento de la temperatura, enrojecimiento de la piel y calambres en una primera fase que darían paso a fuertes dolores de cabeza (como los que parece sufría el comandante Benítez), falta de aliento, hormigueo en piernas y brazos, y la horrible sensación de sentir la mucosa de la boca seca y la lengua hinchada. En los peores momentos, y tras días de privación y sufrimientos, aparecerían otros efectos como la sordera, el oscurecimiento de la visión e incluso, la pérdida del conocimiento y, en algunos casos, la razón. Ante tal cantidad de padecimientos no sería extraño que decayera la moral, sintieran miedo, desamparo y hasta tuvieran ganas de llorar, pero hasta ese punto fueron vetados, ya que la deshidratación extrema conlleva la dificultad de producir lágrimas. Según los estudios realizados sobre los efectos de la falta de agua en los seres humanos, la presencia de esta sintomatología, si no se trata rápidamente, puede llevar al individuo a sufrir un colapso cardiovascular –shock- y a la muerte. Éste podría ser el aspecto que ofrecerían aquellos hombres: ojos hundidos en un semblante cadavérico, agravado por la suciedad, los piojos, y la miseria que tuvieron que soportar. En definitiva, tuvieron que padecer un deterioro físico y psicológico tan grave, que cuesta imaginarlos de otra forma distinta a un anticipo de cadáver.

Parapeto. Archivo fotográfico Carrasco García
Fue sin duda el día 16 de julio el punto de inflexión en la defensa de la posición, ya que durante todo el día se produjeron tiroteos y resultó muy complicado realizar los servicios habituales. No puedo asegurar que aquel mismo día saliera de Igueriben la carta del teniente Sierra, ya que no queda constancia de que hubiera servicio hacia Annual. Por lo tanto, es más que probable que los Regulares del capitán Cebollino se llevaran al día siguiente el correo que, ciertamente, era de vital importancia para Benítez.
Según el relato de Casado Escudero, aquel día 16, cinco días antes de la tragedia, consiguió llegar hasta la posición un cantinero junto a su borrico: Enjuto, tostado el rostro por la crudeza del cierzo y la ardorosa caricia del sol, así describe el oficial superviviente al civil, inseparable compañero de los ejércitos en campaña, que en algunas ocasiones causaba quebraderos de cabeza a los oficiales médicos, ya que suministraba su género echado a perder por las dificultades obvias para conservarlo en buen estado. Así se registra en los partes de atención del teniente médico José Salarrullana de los meses de junio y julio de 1921, en los que figura que se atendieron en Annual a ocho intoxicados por consumir vino en mal estado.
No he conseguido saber cómo se llamaba aquel cantinero de Igueriben, que días después cambió sus bártulos por el fusil de uno de los caídos, y murió en combate tras haber repartido sus ganancias entre los que quedaban con vida el día 21. Sobre las andanzas de algunas de aquellas cantineras o cantineros, conocemos detalles de interés como en el caso de Juana Martínez López, de la que mi amigo, Hans Nicolás i Hungerbühler, ha escrito una interesante semblanza que podéis leer en el Heraldo de Melilla. Menos conocida fue la odisea de Balbina Sanz Blasco, que regentaba su negocio en Dar Quebdani y fue hecha prisionera junto a sus hijas Mercedes y Carmen Beltrán Sanz. Gracias a las gestiones que llevó a cabo el coronel Araujo, pudieron volver a Melilla junto a un grupo de soldados heridos, entre los cuales se encontraba un superviviente de Igueriben: el artillero Francisco Hernández Prieto. Junto a ellos embarcó, el 12 de agosto en el Lauria, el chiquillo de ocho años Laureano Irazazábal Hevia, hijo del capitán de Melilla 59 Cándido Irazazábal, muerto en Bu Hermana. El pequeño pasaba unos días de vacaciones junto a su padre cuando la posición fue atacada el 23 de julio, y tuvo que presenciar cómo su padre fallecía ante sus ojos, y verse inmediatamente separado de él para escapar junto a la cantinera de la posición. Finalmente, fue apresado y llevado hasta Sidi Dris donde embarcó en el Lauria junto al resto de prisioneros y pudo llegar a Melilla donde, días después, narró su peripecia a Gregorio Corrochano que quedó impresionado de la formalidad y entereza que el niño mostró ante el corresponsal del ABC. Al pequeño Laureano se le concedió la Medalla de Sufrimientos por la Patria, el mismo día que el ayuntamiento de El Burgo aprobaba en pleno dedicar la calle mayor de la localidad al comandante Benítez.


El Burgo, casa natal del comandante Benítez
En el resto de las posiciones de primera línea los cantineros corrieron suertes diversas. En Annual se hallaba Miguel Mendaño Ordóñez, “El Argelino,” natural de Huétor Tájar, en Granada, que milagrosamente pudo escapar tras la desbandada del día 22, y consiguió regresar a su localidad natal. En Afrau, donde mandaba la guarnición el teniente Vara de Rey, tras la muerte del teniente Gracia Benítez, se produjo el repliegue el martes 26 de julio, y la mayoría de las tropas pudieron acogerse a la protección de los buques de la armada. Ése no fue el caso del cantinero, José Molina Melida, quien junto a su nieta María de 16 años fue apresado, y permanecieron cautivos hasta que el 24 de agosto, a bordo del Jorge Juan, llegaron a Melilla. El propio comandante del Laya felicitó a la comandancia de Ingenieros por el comportamiento de los telegrafistas de Afrau, los soldados Cipriano Arcos Ventura, Francisco Blas Rodríguez y Braulio Frutos que permitió que la evacuación se desarrollara con eficacia.
En Sidi Dris, el cantinero corrió idéntica suerte que la mayoría de los hombres del comandante Velázquez, y desapareció mientras intentaba alcanzar los botes del Princesa de Asturias. Finalmente, recordaré a María González, quien junto a Juana Martínez se distinguió atendiendo a los heridos en Monte Arruit, adonde había llegado tras haber huido su marido. María fue herida levemente en la cabeza, y hasta incluso participó en alguna de las tentativas que se llevaron a cabo para poder realizar la aguada. Tras la capitulación fue puesta en libertad y llegó a Melilla el 2 de septiembre.


Allá por tierra africana,
donde el sol brillando, abrasa,
he vivido con mi abuelo
y allá he tenido mi casa.
Yo soy la cantinera del fuerte Annual,
yo fui la prisionera del moro rival.

Anónimo

Mucho se ha escrito sobre la heroicidad que mostraron los hombres de Igueriben, pero apenas nada de los padecimientos que tuvieron que soportar nuestros soldados. Desde que tuve el primer conocimiento sobre este tema, me impresionó sobremanera la necesidad tan desesperante que tuvieron que padecer para que tuvieran que recurrir a ingerir sus propios orines y poder así, sobrevivir. No existen intoxicaciones evidentes con la ingestión de orina, incluso antiguamente se admitía su posología en determinadas enfermedades como el asma, la artritis, el acné o las migrañas. Hasta, incluso, puede estar indicada en duras condiciones de supervivencia, pero no tengo ninguna duda de que su consumo nos produciría a la mayoría de nosotros fuertes náuseas y repulsión, difíciles de superar. Para añadir aún más calamidades a las ya expuestas, en condiciones de deshidratación, se puede llegar a padecer oliguria o pérdida de la capacidad de miccionar, por lo que se verían obligados a consumir el líquido producido por quienes no se vieran afectados por ella. En cuanto a la toxicidad de líquidos no acuosos (como el vinagre, la tinta o la colonia que los de Igueriben se vieron obligados a beber), varía en función de cuál sea el líquido que se consuma, pudiendo, la mayoría de ellos, producir problemas gastrointestinales, inflamación y ulceración de las mucosas, y otras anomalías relacionadas con el sistema cardiovascular. No debemos olvidar que, durante los últimos días del cerco, algunos hombres sufrieron heridas por arma de fuego, y que aquellos que se hallaban más deteriorados físicamente no pudieron ser debidamente atendidos y padecieron graves infecciones, aunque desconozcamos con exactitud cuántos hombres fueron heridos antes de la evacuación. Pero no fueron los síntomas fisiológicos los únicos que les tocó vivir, a ellos tuvieron que añadir los efectos psicológicos que, no por menos conocidos, eran menos destructores; lo que hoy llamamos estrés por combate, aunque entonces llamara poco la atención de los médicos, y, en segundo lugar, un torturante miedo a morir que aumentaría, de manera considerable, las probabilidades de sufrir estrés postraumático. En realidad, en las guerras es precisamente eso lo que se pretende: infringir las condiciones más penosas al enemigo para quebrantar su moral, y conseguir que perciba que no puede hacer frente a la amenaza externa inminente, de manera que, como decimos coloquialmente, se dé por vencido.
Parapeto, archivo fotográfico Carrasco García
A nivel comportamental aparecería la ansiedad, la disminución de la capacidad de pensar, los pensamientos negativos, la pérdida de memoria y, debido a la falta sueño, podrían aparecer la depresión, las conductas irracionales y la falta de claridad agravada por el desgaste físico. Este aspecto causa un gran deterioro en la unidad combatiente, sólo mitigable si la capacidad de cohesión del líder es efectiva y mantiene la coherencia interna. Sin embargo, está claro que los oficiales también sufrirían la misma privación de sueño que sus hombres, lo que dificultaría, de manera considerable, su capacidad de ejercer el liderato, y los haría vulnerables a sufrir el mismo estrés que los hombres de su compañía o sección. La ruptura de esa unidad, admirablemente mantenida hasta esos momentos, hizo que al abandonar el campamento se desintegrara el entramado social, y el miedo a morir se extendiera como una plaga irrefrenable. Ni siquiera los hombres más valerosos se ven libres del temor a la muerte, aunque entiendo que el valor consiste precisamente en la capacidad, no de ignorarlo, sino de sobreponerse a él. Dura papeleta la de aquellos oficiales que, estando casi destruidos físicamente y bajo la presión de sus superiores, tuvieron que mantener el tipo ante sus hombres.
Finalmente, en el plano emocional, a medida que pasaban los días y aumentaba la tensión, el combatiente podía sentir una mayor irritabilidad y hostilidad ante los acontecimientos adversos. El mal olor, la miseria, los piojos, la suciedad y el sentirse desamparado causaban verdaderos estragos, pero, sin duda, la carencia más importante era la afectiva; el recordar a los seres queridos con el dolor de saber que no se los volverá a ver, el sentimiento de pérdida para siempre de la novia, los hijos, la madre o el padre... ¿Quién es capaz de medir la intensidad de este sufrimiento?
En estas penosas condiciones, aquellos que consiguieron llegar con vida el día 21, tuvieron que emprender la huída hacia Annual siendo atacados hasta el último momento. Prueba de que fue así, es que uno de los sanitarios que atendió a los llegados de Igueriben, el sargento José Suárez Labra, falleció mientras mitigaba la sed de los recién llegados al campamento, lo que no deja lugar a dudas de que, hasta que no alcanzaron la relativa seguridad de Annual, corrieron peligro de muerte. Junto al sargento Suárez, destacaron en ese cometido los cabos del mismo cuerpo López Murcia y Soler Guisado, ambos caídos en la retirada del día 22. Según consta en la revista de Sanidad Militar, tan solo se pudo recuperar el cadáver de un soldado de sanidad que no pudo ser identificado pero fue enterrado junto a sus oficiales.
Aquel grupo de supervivientes en tan lamentable estado físico tuvo al día siguiente, de nuevo, que tomar parte en otra retirada. ¿O tal vez no fuera así? Yo personalmente creo, aunque no dispongo de documentación oficial que lo avale, que para evitar el estrago psicológico que produjo entre la tropa la caída de la posición, se decidió evacuar a los supervivientes el mismo día 22 por la mañana, en un convoy formado por más de cien heridos y varios oficiales médicos. Con objeto de poder evacuar a los heridos, el jefe de Sanidad, coronel Triviño, ordenó el 19 de julio, que se trasladaran hasta Annual los comandantes Carlos Gómez-Moreno, Fernández Lozano, , el capitán Pellicer y el teniente Francisco González Miranda, para apoyar al capitán García Gutiérrez en dicha evacuación. Para facilitar esta labor organizaron un equipo de artolas y otro de auto ambulancias, y pudieron evacuar a 110 heridos trasladándolos a Tistutin, y de allí a Melilla en uno de los últimos trenes que pudieron llegar hasta allí. Si no hubieran sido evacuados, no se explica que en el juicio contradictorio que se instruyó para conceder la laureada al capitán De la Paz, prestaran declaración un total de 14 supervivientes que se hallaban ilesos en Melilla, aún cuando, como veremos, no fueron los únicos que pudieron llegar a la plaza. En junio de 1924, durante la vista que se siguió contra los generales Berenguer y Navarro declaró, entre otros, el capitán médico Juan García Gutiérrez, quien recordó que el propio general Fernández Silvestre ordenó el día 21 en Annual que se trasladaran los heridos en auto camionetas, y que así se hizo pudiendo llegar esa misma tarde a Drius y posteriormente a la plaza.


Transporte de heridos en el frente
Una vez en Melilla, algunos de los sobrevivientes tuvieron que ser evacuados a la península debido a la gravedad de sus heridas. El primer traslado de heridos se efectuó el 8 de agosto, cuando aún resistían en Arruit los hombres de la columna Navarro, y se utilizó para ello el buque hospital Alicante. El viejo vapor ya llevaba miles y miles de horas de navegación a sus espaldas. En 1899 fue el buque en el que regresaron a España Los últimos de Filipinas, que tras once meses de asedio en Baler pudieron ser repatriados y llegaron a Barcelona el 1 de septiembre después de una travesía de 32 días. A finales de julio de 1921 la compañía Transatlántica finalizó en Cádiz los trabajos en el dique para convertir el  Alicante en buque hospital. Muchos fueron los viajes que el vapor realizó a la península transportando a los heridos del Desastre, y posteriormente a los que lo fueron durante la campaña de reconquista. Mandaba el buque el catalán Agustín Gibernau Maristany y para dar asistencia a los heridos en un primer momento figuraron el comandante médico Rafael Fernández Fernández, el capitán Antonio López Castro, el farmacéutico y naturalista Francisco Pérez Carretero, y el capellán Adrián Risueño de la Hera junto a 1 sargento, 1 cabo y 13 sanitarios. De las labores de logística a bordo se encargaron una sección de intendencia al mando del teniente Antonio Cepas López.

Buque hospital Alicante
El Alicante transportó a los últimos de Filipinas y también a los últimos de Igueriben. En aquella primera singladura a Málaga fueron evacuados 223 hombres; 173 heridos y 50 enfermos entre los cuales se hallaban 14 supervivientes de Igueriben y 6 oficiales, dos de ellos el comandante Francisco Romero y el capitán Emilio Sabaté uno de los últimos en ver con vida al general Fernández Silvestre. Antes de zarpar, el buque fue revistado por el general Dámaso Berenguer y al día siguiente llegó a la capital andaluza desde donde algunos de aquellos once hombres fueron ingresados en diferentes centros hospitalarios. Por entonces ya se conocían en España noticias sobre el sufrimiento padecido por los hombres de Benítez. El mismo día que el Alicante partía de Cádiz rumbo a Melilla, el periódico ABC publicó una semblanza sobre el capitán Bulnes, escrita por Ortega Munilla, donde ya se pedía la Laureada para aquellos héroes, para aquellos mártires. Muchos fueron los viajes que el Alicante realizó antes de ser destinado como carguero en la línea de Nueva York en 1926. Finalmente en 1939, el veterano navío se hallaba fondeado en el puerto de Barcelona cuando fue bombardeado y hundido por la aviación franquista. Hoy en día una calle de El Masnou, población del Maresme Barcelonés, lleva el nombre de aquel capitán de la marina mercante que evacuó a los últimos de Igueriben y a otros muchos heridos que no podían ser atendidos adecuadamente en una Melilla en la que todos los hospitales estaban a rebosar.


Heridos en Melilla, 1921
Otro aspecto que genera dudas es el de la muerte de los supervivientes que, habiendo llegado en tan lamentable estado y a pesar de la cantidad de médicos presentes en Annual, se les permitiera atiborrarse de agua hasta reventar. Según citan muchas fuentes, consiguieron llegar 1 sargento y once soldados de los cuales cuatro fallecieron al llegar al campamento. Pero si esto fuera cierto, no habría sido posible que 14 declararan en las diligencias previas para conceder la mencionada Laureada a De la Paz. ¿Por qué, entonces, en la documentación de Picasso se cita que la mayoría de la guarnición pudo acogerse a nuestras líneas? A las 19.30 del día 21, el general Fernández Silvestre comunica a Berenguer el fracaso del postrero intento de convoy a Igueriben, reconociendo que a pesar del supremo esfuerzo realizado, no se ha podido socorrer a la guarnición, y que, consecuentemente (cito textualmente): “He ordenado la evacuación, pudiendo acogerse la mayoría de los efectivos que participaron en el convoy”. Finalmente, dice que “los jefes y oficiales murieron en la alambrada suicidándose, recogiéndose, repito mayoría territorio Annual.” Este comunicado no nos aclara la cantidad de hombres que pudieron salvarse y nos plantea, además, otra incógnita: ¿se suicidaron los oficiales en la alambrada, tal y como dice el general? Según afirmaron los testigos, Benítez, tras sufrir un desfallecimiento recibió un tiro en la cabeza; Federico de la Paz y Bustamante fallecieron de forma similar, muy cerca de la alambrada y uno junto a otro; el teniente Sierra, en el camino que conducía hasta Annual; Bulnes, que mandaba la vanguardia, fue, al parecer, el último oficial que quedó con vida (a excepción de Casado), y recibió varios disparos antes de caer fulminado, y así uno tras otro. ¿Que vio el general para afirmar que se suicidaron?
Personalmente no creo que pudiera presenciarlo, pero sí parece lógico pensar que serían los testigos quienes informarían al general, tras seguir la trágica retirada con los prismáticos. Uno de los testigos fue el capitán Fernando Correa, quien se hallaba al frente de una compañía de regulares, ya que, no habiéndose podido reincorporar a Igueriben, el Estado Mayor lo designó para cubrir alguna de las múltiples bajas de los oficiales del grupo de Regulares muertos en los días previos. Las avanzadas del último intento de convoy quedaron tan cerca de Igueriben, que muchos de los oficiales que tomaron parte afirmaron que se hubiera podido conseguir hacerlo entrar con un último empuje. El capitán Correa, desde un barranco, presenció cómo sus hombres inutilizaban el material y quemaban las tiendas mientras sentía una impotencia que no olvidaría nunca. Por otro lado, son difíciles de imaginar las sensaciones que debió sentir Miguel de la Paz, al ver cómo su hermano Federico moría, mientras él no podía hacer nada para socorrerlo. Tuvo que ser terrible la noche que pasó Miguel en Annual.


Miguel y Federico de la Paz, Kert 1915
La pérdida de Igueriben supuso un verdadero mazazo en la línea de flotación del ejército de Silvestre. Todos fueron conscientes del descalabro que supuso perder la posición, aunque se encontrasen alejados de primera línea. Cuando meses después declaró ante Picasso el teniente de artillería Gómez López, que se hallaba con su batería en Drius, dejó claro lo que pensaba gran parte de la oficialidad: Allí mismo supieron que Igueriben había sucumbido, siendo ocupada por el enemigo; lo que les hizo pensar que las demás posiciones correrían la misma suerte, por su escasez de medios de resistencia y su situación aislada, así como por la dificultad de auxiliarse unas a otras, y estando concentradas todas las fuerzas móviles disponibles en Annual. A su vez, Annual, caído Igueriben, se encontraba en situación difícil, por las malas condiciones, a través de un país muy escabroso, bajo la constante amenaza de los enemigos, que fácilmente podían dominarlo y cortarlo.
Todos somos conscientes de los sufrimientos que padecieron los defensores que mandaba Benítez, pero ahora me gustaría resaltar el tremendo varapalo psicológico que supuso la caída de la posición para el general Manuel Fernández Silvestre. Según consta en la declaración del capitán de artillería Pedro Chacón, desde aquel momento reinaba en Annual el más completo desbarajuste, tanto por la revuelta y desordenada llegada de las fuerzas del convoy, como por haberse reunido en las inmediaciones de la tienda del general heridos y fugitivos de Igueriben y hasta algún soldado que falleció en esos momentos. No cuesta imaginar la impresión que debió causar entre las tropas la visión de aquellos soldados con semblante cadavérico a los que tan solo un día antes se les había pedido que resistieran unas horas más porque así lo exigía el buen nombre de España. Ellos habían resistido, ahora quien en su momento se lo demandó tenía la obligación de sacarlos de aquel callejón sin salida en que estaba a punto de convertirse Annual. El general tuvo necesariamente que sentirse en deuda con aquellos hombres, y tal vez fue entonces cuando tomó la decisión de evacuarlos sin más demora porque así lo exigía su propio honor como comandante general y como hombre.
En los días previos a la retirada de Annual, Silvestre adoptó decisiones que fueron catalogadas por Picasso como poco meditadas, de incierta ejecución, y adoptadas cediendo al apuro irreflexivo de las circunstancias. Prueba de ello fue la idea que, poco después de ver cómo fracasaba el convoy del día 21, pretendía ejecutar, lanzando en una carga suicida a los escuadrones de Alcántara. Suerte que sus incondicionales Manera, Hernández y Manella le persuadieron de adelantar el sacrificio del regimiento de caballería. No dudo de que aquella noche el general vivió uno de sus momentos más trágicos a pesar de estar acostumbrado, como estaba, a la guerra y haber sentido en sus carnes el acero enemigo, e incluso a pesar de los reveses que el destino le había deparado en su vida personal, al enviudar muy joven y perder una hija de corta edad. Al comandante se le ha acusado, y no digo que no hubiera razones para ello, de ser el primer responsable de la derrota de Annual. Entre sus superiores, tendrá detractores y otros que, queriendo exculparlo, buscarán responsabilidades en la clase política, pero nadie lo defendería como sí hicieron con Berenguer y Navarro. Lo cierto es que en aquellas condiciones, y a aquellas alturas, poco más se podía hacer para impedir que el Rif abriera sus fauces, como decía Blanco Belmonte en su poema, y se tragara a miles de españoles. Para haber evitado lo que ocurrió, debió haberse previsto mucho antes de llegar al callejón sin salida en que se hallaba el ejército de Silvestre poco antes de convertirse en un ejército de desaparecidos. En cuanto a la polémica decisión que el general tomó con respecto a su hijo Bolete, de salvarlo enviándolo a Melilla, sólo puedo decir que tengo un hijo de la misma edad que tenía el suyo, y eso hace que me resulte, cuando menos, muy fácil comprender su determinación.


Manuel Fernández Silvestre y su hijo Manuel


2 comentarios:

  1. No creo que nunca se haya ahondado tanto como en este artículo en lo que tuvieron que SUFRIR todos aquellos hombres. Cada mensaje que salía de Igueriben lo manifestaba de una manera desgarradora, y ponía en evidencia al sistema que los había lanzado allí y luego no supo ni responderles ni estar a su misma altura.

    "Parece mentira que dejéis perecer a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros…"

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  2. Desde Melilla se tenía que haber socorrido los puestos sitiados, y no dejarlos a su suerte

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